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El valor educativo de las artes marciales tradicionales

Actualizado: 5 nov 2020


Desde nuestra perspectiva occidental generalmente confundimos las artes marciales con una disciplina deportiva -en el mejor de los casos- o con un conjunto de probadas técnicas de combate cuerpo a cuerpo. Esta mala interpretación, seguramente transmitida por el cine, la televisión y otros medios de comunicación masiva no permite valorar adecuadamente el rico aporte de estas artes ancestrales dedicadas al conocimiento de sí mismo, la búsqueda de la armonía y el equilibro de la humanidad. Otro aspecto importante que les ha jugado en contra es la mercantilización a la que el mundo occidental las ha expuesto dentro de las academias que corren tras pruebas, medallas, trofeos, torneos, niveles y todo un costoso sistema de certificación que dista mucho del verdadero espíritu de las artes marciales.

La visión generalizada de ellas como una actividad donde un hombre impone a la fuerza su voluntad sobre la de otro, no ha permitido que valoremos el enorme aporte formativo que estas tienen más allá de los aspectos puramente combativos o defensivos. La riqueza de ellas radica en una filosofía de respeto, tolerancia, autocontrol, disciplina y equilibrio en la que nadie está excluido, sin importar su condición.

No hablaré en estas líneas como entendido o partícipe de las artes marciales cualquiera sea su estilo (karate, judo, kung-fu, etc.) porque no lo soy, pero sí como profesional de la educación que reflexiona sobre su enorme potencial y gran valor educativo, más allá de que para los sistemas formales pasen prácticamente desapercibidas. Siempre refiriéndome a aquellas, que con sus variantes, están alineadas a la filosofía oriental taoísta, confucionista o zen, que tanto tienen para brindar en la construcción de una sociedad más solidaria, equitativa y respetuosa del otro, independientemente de sus diferencias o posiciones antagónicas. Todo esto dejando a un lado las otras que sólo lucen un título de "artes marciales" sobre la marquesina del local donde se practican pero que se han occidentalizado tanto que han abandonado toda esencia y no merecen la categoría de tales artes.

Dentro del dojo (lugar donde se practican estas artes) podemos observar un nivel excepcional de convivencia, respeto y tolerancia. Niños y jóvenes que con dificultad resisten o padecen una jornada escolar dentro de un aula con dimensiones no muy distantes de las del dojo, parece disfrutar cumpliendo las reglas que allí se imparten. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué alguien inquieto, con supuestos problemas de conducta o relacionamiento dentro de un dojo logra seguir reglas, comunicarse adecuadamente y respetar al otro como así mismos?

El caso es, a mi ver, que dentro de un dojo los acuerdos y las formas de comunicación se dan de manera diferente. Los participantes se sienten libres de expresarse con su cuerpo y no ya solo con sus palabras u otras vías formales de comunicación. En ellos el entorno no sofoca al niño/a preocupado, violentado o vulnerado de alguna forma. Las reglas del grupo se asumen en el entendido de pertenencia y respeto colectivo. Participar de un dojo no es como participar de una clase donde se espera que la gran mayoría del tiempo los alumnos permanezcan sentados quietos ejercitando su intelecto, siendo sujetos a continua calificación a partir de una escala externa en la que priman la inteligencia lógico matemática y las formas del lenguaje oral o escrito. En un dojo se celebra la convivencia pacífica y la expresión corporal a partir de reglas bien dispuestas que protegen a todos. Sin lugar a dudas, aunque parezca absurdo decirlo, dentro de un buen dojo hay menos violencia que dentro de un aula donde la presión del contrato didáctico y el peso del sistema educativo-calificativo formal afecta a alumnos y educadores, haciéndolo la mayor parte del tiempo de manera casi imperceptible.

Aprender a valorar al otro y comunicarse a través del cuerpo son características fundamentales de las artes marciales. Del mismo modo el respeto por la autoridad bien entendida, la integridad personal y la dignidad de cada individuo como un compañero de jornada.



El sensei, maestro del dojo, merece el respeto de todos porque se lo ha ganado con una cierta cantidad de conocimientos, habilidades y actitudes que van mucho más allá de perfeccionados movimientos de combate. Su característica más sobresaliente es la humildad y el compromiso que tienen para con un estilo de vida que procura, en todo, el equilibro y la paz.

¿No es acaso eso lo que necesitan nuestros niños y niñas con contextos difíciles y en circunstancias vulnerables? El dojo se transforma para ellos en un lugar de expresión y de encuentro consigo mismos. Allí no son reprendidos o censurados por no poder comunicarse bien con palabras, por no poder decir qué es lo que ocurre dentro de sus confundidas vidas o pensamientos o por expresarse a través del movimiento. Allí utilizan el espacio y sus cuerpos para decir cómo se sienten y canalizar todo lo que les está pasando. Crean confianza en sí mismos y generan respeto por el otro. Todos pueden errar dentro de un dojo porque todos pueden ser derribados en cualquier momento y aceptan las derrotas con honor, como parte de la vida, del camino a la victoria y con total respeto hacia el supuesto contrincante, que no es otro que el reflejo de uno mismo. También aprenden a controlar sus movimientos, el espacio y el tiempo para saber cuándo y cómo es propicio expresarse con el cuerpo. Generan a su vez vínculos muy estrechos con los miembros del dojo y un sentido de pertenencia que se puede ver con solo permanecer unos segundos observándolos. Son capaces de permanecer más quietos que en las aulas escolares cuando la situación lo amerita y de memorizar movimientos y palabras siempre que se les exija.

Dentro de un dojo puede verse una inclusión verdadera y plena, donde cada persona lucha consigo misma para superarse, intentar perfeccionar su carácter y tratar de avanzar más allá de sus limitaciones. Niños, jóvenes y adultos, mujeres y hombres, personas con discapacidad y con otro tipo de desafíos emocionales, socioculturales o psicológicos, conviven en armonía y aprenden uno del otro a sobreponerse a partir del esfuerzo, la constancia y la disciplina. No se compite con el otro sino con uno mismo ejerciendo autodominio y perseverancia interior. Sin lugar a dudas esto puede llegar a ser más formativo para un individuo que una clase magistral de dos horas sobre las causas y consecuencias de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 en un aula de educación común. Aclaro que me apasiona esa declaración y no desmerezco el valor educativo de ella.

¿Será que en algún momento comenzaremos a comprender que lo verdaderamente formativo no se limita a las aulas, los bancos, los cuadernos, las pizarras y las evaluaciones? Que tanto el dojo como el patío de una escuela pueden ser un espacio altamente constitutivo de la autorrealización y aprendizaje de las personas.

Durante años, muchos sensei han generado inclusión, socialización y formación en varios dojos repartidos por todo el país y por el mundo. Puede que no tengan un título respaldado por el Estado que los habilite como educadores, pero ¿lo tenían Confucio, Sócrates, Jesús o Dalai lama? Sin embargo son maestros de vida que merecen ser reconocidos por el valor educativo que aportan a sus alumnos (discípulos) y por añadidura a la comunidad donde se desenvuelven como tales.

La palabra dojo significa literalmente "lugar donde se practica la Vía" y se refiere a la búsqueda de la perfección física, moral, mental y espiritual. ¿Qué más necesario para la sociedad actual que la búsqueda de estas máximas personales y colectivas?

Como recomendación final si tu hijo o hija tiene una dificultad en el aprendizaje, una discapacidad o una simple resistencia a la escolarización, tal vez sea hora de que pruebes llevarlo a un buen dojo. La inclusión y formación de tu hijo/a no se limita a un centro escolar. Participando de un dojo serio seguramente descubra un mundo de superación, solidaridad y contención que jamás imaginaste poderle brindar. Es por ello que en mi cuento inclusivo Martín decidí no solo rescatar el valor de las personas ciegas sino también del karate como arte marcial.

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